sábado, 1 de febrero de 2014

La guapa

Encarna Daffari posa junto a su padre, Antonio, en una foto de 1945

Se ha ido la que, según casi todos aquellos que la conocieron, fue la guapa de la familia.
Noventa y siete años mal contados. Mal contados porque, como todas las guapas, era coqueta como la que más. Y la guapa lo fue mucho. Tanto, que no le dolieron prendas tener que trabajar más años de los que le correspondían hasta la jubilación por haber falsificado su partida de nacimiento para quitarse edad. Así era la guapa.
La guapa parecía tener reservado un destino que le fue esquivo una y otra vez. Para empezar, tal vez tendría que haber sido el varón que mi bisabuelo siempre anheló pero nunca tuvo. El hijo que debería haberle acompañado en los varales y recogido su martillo de capataz el día en que lo colgara definitivamente. Así que, aunque guapa y mujer, vino al mundo con más cojones que el caballo de Espartero. Nunca hubo hombre, dentro o fuera de la familia, que lograra doblegar a la guapa. Ni siquiera su padre sabía bregar como ella con los duros obreros del muelle y curtidos braceros del campo que venían a negociar a la casa su jornal de hombres de trono. Por allí pasó sumiso incluso el bueno de mi suegro cuando aún no era siquiera el padre de mi mujer. Si, ya sé, un galimatías, como la vida de la guapa.
Pero decíamos que la guapa nació mujer, y como mujer bien pudo haber sido mi abuela. Ocurrió que, por avatares de la vida, su propia hermana se cruzó en el camino y acabó cumpliendo el que parecía ser su destino. Eso explicaría por qué, a pesar de los innumerables partidos que después pretendieron a la guapa, ninguno llegó jamás a formalizarse. Y así, en lugar de en mi abuela, la guapa acabó convirtiéndose en la tía Encarna, una de esas solteronas que tanto abundaron en las familias de la posguerra y a las que, como Dios no daba hijos, el demonio cargaba de sobrinos. Hasta ocho, de los cuales, por esas manías antisociales que acaban cultivando algunas personas sin cargas familiares, adoró públicamente a dos e ignoró con público desdén al resto. La guapa y sus cosas.
Tal vez todo ello condicionó que el resto de su vida estuviera plagada de paradojas y contradicciones. Como si al esquivar el destino que tenía deparado, su vida se hubiera extraviado moviéndose sin rumbo a través de callejones que no conducían a ninguna parte. Así, llegó a ser tanto camarada de los milicianos como fervorosa católica; sindicalista combativa y tradicionalista convencida; actriz de teatro y taquillera de cine.
Siempre contó o escuchó henchida de orgullo en las reuniones familiares que en su época fue la mujer más requebrada por las calles de Málaga con aquellos piropos antiguos y donairosos que tanto se estilaban y que se perdieron junto a esos tiempos. Y aun así, la guapa murió sola y a su funeral no acudió casi nadie. La despidieron los hijos que nunca tuvo, alguien que pudo ser su nieto y un vecino que fue mucho más que un miembro de la familia sin necesidad de compartir una sola gota de sangre. Paradójica hasta el final. Así fue la vida de la guapa.

Hermosa y contradictoria, suene la música del Adagio de la 7ª Sinfonía de Bruckner en homenaje a la guapa. Quiera alguien dedicar estos veinticinco minutos a tu memoria.