sábado, 4 de agosto de 2012

Dioses del Olimpo

A Fernando, que de estas cosas entiende más que yo.

Los primeros Juegos Olímpicos de los que guardo memoria son Los Ángeles 1984. Durante los meses previos era imposible que un niño que aún no había cumplido diez años no se entusiasmara con el llamado “espíritu olímpico” bombardeado por los coleccionables de los periódicos o los reportajes en la televisión. Así comencé a conocer las historias de héroes legendarios de Olimpiadas precedentes que sonaban tan míticas y lejanas como las de los atletas de la antigüedad clásica.

Jim Thorpe, héroe de Estocolmo 1912.
Cuando en Sydney 2000 brilló la estrella de Ian Thorpe, vino a mi memoria la imagen de otro Thorpe olímpico que conocí durante aquellos meses de documentales y fotografías en papel satinado. Jim Thorpe (1888-1953) fue el héroe de los Juegos de Estocolmo 1912 consiguiendo sendas medallas de oro tanto en pentatlón como en decatlón. En esta última prueba, su récord de 8413 puntos permaneció imbatido durante décadas. Sin embargo, a su regreso a los Estados Unidos, la carrera olímpica de Thorpe fue destruida por sus propios compatriotas. Eran los tiempos del amateurismo en las olimpiadas y Thorpe fue denunciado y perseguido por haber cobrado como profesional en pequeñas ligas de béisbol (cantidades irrisorias como dos dólares diarios o treinta y cinco semanales). Tras conocer la noticia, el COI le retiró todas sus marcas y honores. En el fondo de la polémica subyacían en realidad los problemas raciales de EE.UU. Los elitistas responsables del deporte estadounidense no perdonaban a Thorpe ser un nativo americano cuyo nombre indígena era Wa-Tho-Huk (“Sendero iluminado por los rayos”). Thorpe soportó el castigo con heroica resignación y, de todas formas, gracias a su fama y excepcionales actitudes, no le faltaron ofertas. Consiguió ser realmente profesional jugando tanto en la liga de bésibol (nada menos que en los New York Giants) como en la NFL (la liga profesional de fútbol americano). Un prodigio atlético al alcance de pocos. En 1912, durante la ceremonia de entrega de medallas, el rey Gustavo V de Suecia había estrechado la mano de Thorpe con sincera admiración mientras le decía: "Señor, es usted el más grande atleta del mundo". Thorpe, puede que por la ignorancia del estadounidense medio sobre las normas de etiqueta y protocolo, puede que por la proverbial parquedad de palabra de los nativos americanos, respondió con un lacónico e ingenuo "Gracias, rey". En 1982 el COI rehabilitó todos sus récords y honores.

Johnny Weissmuller, campeón olímpico y Tarzán.

Aunque yo no lo sabía, ya conocía al héroe de los Juegos Olímpicos de París 1924. Me impresionó sobremanera saber que Johnny Weissmuller (1904-1984), el Tarzán de aquellas entretenidísimas películas de la sobremesa de los sábados, fue el primer hombre que consiguió nadar los 100 metros libres en menos de un minuto (un tiempo que hoy día parece ridículo pero que por entonces resultaba una barrera infranqueable). Weissmuller, (nacido en realidad en la Rumanía austro-húngara y emigrado a EE.UU. junto a sus padres) consiguió tres oros en los Juegos de París: en los 100 libres, 400 libres y en los relevos de 200 libres. Cuatro años después, en Amsterdam 1928, revalidaría dos de esas medallas.

Si pudiera elegir haber presenciado unos Juegos Olímpicos, creo que me quedaría con Berlín 1936, la Olimpiada que Hitler diseñó como escaparate mundial del nazismo y que estaba destinada a demostrar la supremacía de la "raza aria" en el mundo. Debió ser impagable ver como al Führer se lo llevaban todos los demonios en el palco de honor mientras un negro americano llamado Jesse Owens (para más inri nieto de esclavos recolectores de algodón), desmontaba sus tesis raciales ganando cuatro oros en las pruebas de atletismo (salto de longitud, 100 metros, 200 metros y 4x100 relevos). Hubo que esperar 48 años para que Carl Lewis repitiera el hito en Los Ángeles 84. Especialmente emocionante fue la final de salto en la que compitió mano a mano contra el representante del III Reich Luz Long y que obligó a Owens a dar lo mejor de sí. Hitler se negó a participar en la entrega de medallas para no estrechar la mano de un negro, sin embargo Long y Owens forjaron una sincera amistad gracias a la admiración mutua en un claro ejemplo de espíritu olímpico.

Jesse Owens y Luz Long en Berlín 1936.
Emil Zátopek, "la locomotora humama".
La soledad del corredor de fondo se ha convertido en algo proverbial gracias al relato de Allan Sillitoe, la adaptación cinematográfica de Tony Richardson y, por qué no decirlo, la canción de Iron Maiden. Si hay un atleta con más derecho a reclamar esa soledad es, sin duda, Emil Zátopek. En Londres 1948 ya había ganado la carrera de los 10.000, pero fue en Helsinki 1952 donde recibió el apodo de la locomotora humana tras conseguir en pocos días la inhumana proeza de ganar el oro en los 5.000, los 10.000 y la Maratón. Otra viva imagen de la soledad grabada a fuego en mi memoria por una película documental es la del etíope Abebe Bikila corriendo descalzo en la noche romana y atravesando los foros imperiales  para vencer la maratón de Roma 1960, algo que volvería a repetir en Tokio 1964.


Peter Norman, Tommie Smith y John Carlos
en un gesto para la historia.

La portada del fascículo de México 1968  me llamó poderosamente la atención por su fotografía: dos atletas afroamericanos representantes de Estados Unidos, levantaban un puño enguantado en negro al cielo y humillaban su rostro ante las "barras y estrellas" en señal de protesta por la desigualdad de derechos sociales en su propio país. Sus nombres eran John Carlos (bronce en 200 metros) y Tommie Smith (oro y récord mundial en esa misma carrera). Yo en aquel entonces no tenía ni idea de que eran los "derechos sociales", ni había oído hablar de Marthin Luther King, Malcom X o "los panteras negras", pero, por alguna razón, aquella imagen fue capaz de transmitirme dignidad y lucha por una causa justa. El australiano Peter Norman, plata en aquella prueba, decidió solidarizarse con el gesto colgando en su pecho el mismo escudo que mostraban los atletas norteamericanos (tal y como puede verse en las imágenes), una acción que le condenó al ostracismo en su propio país. En cambio el presidente del COI, Avery Brundage (un tipejo que no se opuso al saludo nazi en Berlín 1936), no cesó hasta conseguir expulsar a los dos atletas estadounidenses de los Juegos por lo "inadecuado" de su gesto.

En los juegos de Montreal 1976 los jueces de gimnasia no daban crédito ante la actuación de una niña rumana de 14 años llamada Nadia Comăneci. Nadie en la historia había conseguido 10 en ninguna prueba gimnástica y como los marcadores no estaban preparados para mostrar esa cifra (contenían una cifra para los enteros y dos para los decimales) tuvieron que marcar 1'00. Comăneci consiguió tres oros y asombró al mundo venciendo las pruebas del concurso general, barra de equilibrio y asimétricas. Tras su retirada en 1981 estuvo prácticamente secuestrada por el régimen de su país. Llegó a estar tan blindada que en occidente incluso se rumoreó que había sido obligada a convertirse en amante de uno de los hijos del dictador Ceaușescu. En 1989, poco antes del derrocamiento del régimen comunista, huyó a los Estados Unidos junto a otros miembros del equipo de gimnasia al que entrenaba.

Nadia Comăneci,.la niña que asombró al mundo en Montreal 1976.

Bob Beamon volando hacia el futuro en México 68
En el verano de 1984 cuando los niños de la calle hablaban de los Juegos Olímpicos había un nombre que se repetía por encima de los demás: Carl Lewis, ganador de cuatro oros en los 100, 200, 4x100 y salto de longitud. A mí me caía simpático, entre otras cosas, porque me recordaba a Michael Jackson antes de pasar por su rosario de retoques plásticos, pero yo no paraba de hablar a mis amigos de otro hombre que había visto en una película documental: Bob Beamon. Cuando escuché que Beamon saltó 8'90 metros en México 1968 me apresuré a preguntar a mi madre cuanto representaba esa distancia. Mi madre (con santa paciencia de madre), buscó una cinta métrica que llegaba hasta los 3 metros, la puso en la pared del salón, la llevó casi hasta la mitad de la estancia e hizo una señal. Repitió la operación por segunda vez pero, esta vez, llegando más allá de la mitad del salón. No pudo terminar la tercera medición porque la distancia salía por el balcón. Imaginé a Beamon saltando desde la pared del fondo, atravesando el salón de mi casa y saliendo por la terraza y en ese momento se convirtió en mi héroe olímpico de todos los tiempos. Hubo que esperar al mundial de atletismo de Tokio en 1991 para que Mike Powell superara ese registro.

¡Corre, Bolt, corre!
Desde entonces viví con la obsesión de ver algún hito equiparable al de Beamon en alguna de las Olimpiadas. Así fueron pasando Seúl 1988, Barcelona 1992, Atlanta 1996, Sidney 2000 y Atenas 2004, pero ningún deportista alcanzaba mis expectativas. Hasta que llegó Pekín 2008. Siempre me ha gustado ver la final de los 100 metros lisos. Es tal la concentración de emociones en tan escasos segundos, que parte de la adrenalina que segregan los atletas se transmite a través del televisor. En las semifinales todos los atletas aparecían con gesto serio y tenso tratando de concentrar toda sus energías, todos salvo un jamaicano flaco y larguirucho llamado Usain Bolt que hacía cucamonas a la cámara como si con él no fuera la cosa. Ganó la serie bajando de los 10 segundos con holgura pero, lo que más me impresionó, fue que las tres últimas zancadas las hizo prácticamente andando y con la antiareodinámica postura de mantener los brazos abiertos. El corazón me dio un respingo cuando reconocí en ese atleta al hombre destinado a colmar mis expectativas... y Bolt no me decepcionó. En las finales pulverizó el récord de los 100 metros con 9'69, el de los 200 con un estratosférico 19'30 y junto a sus compatriotas arrebató el oro a los norteamericanos en la final de los 4x100.
Mañana tengo otra cita con Bolt y con la historia. También hace tiempo que no ponen "Tarzán en Nueva York". Ciertas buenas costumbres no deberían perderse.

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