Enrique Vega es uno de los últimos supervivientes de una antigua estirpe: la de los hombres de trono asalariados, la de los pagaos. Los Vega pueden, además, enorgullecerse de pertenecer a una larga saga: Enrique es nieto, hijo y padre de pagaos.
La historia de estos hombres arrancó hace un siglo, cuando el tamaño de los tronos aumentó hasta el punto de que los elitistas hermanos de las cofradías (miembros de la burguesía malagueña), no tenían interés ni condición física para mover esas moles. Así tuvieron que recurrir, a su pesar, a los cargadores de los muelles, a los obreros de las fábricas y a los braceros del entorno rural.
Enrique se conserva en una forma excelente pero, como todos los hombres trabajados, aparenta algo más de la edad que tiene. Con una voz que suena a años de tabaco, cuenta historias que huelen a madera y a hierros viejos. Su historia cuenta como algunos de los tronos que aún se procesionan, se llevaban sobre vigas de ferrocarril, tenían dos varales menos y albergaban baterías para las luces (a algún trono ni siquiera le faltaba un compresor). Las fotografías también demuestran que se llevaban con unos cien hombres menos. A su audiencia, que escucha en silencio, ese esfuerzo sobrehumano le parece teñido de tintes tan épicos como el cantar de mío Cid.
Enrique habla con sus fuertes manos casi tanto como con su voz y, aunque es un conversador excelente, no emplea dos palabras cuando puede describir algo o alguien con sólo una. Para aquellos hombres, nada épico había en ese trabajo: había miseria. Una miseria que ellos dignificaban con su esfuerzo. Aquellos tronos se sacaban por unos duros, un paquete de tabaco y un bocadillo que iba, desde un simple huevo cocido, hasta mortadela y carne de membrillo. Algunas cofradías, las menos, incluían pastillas de chocolate, chicles y caramelos. Todo el lote (salvo el tabaco) iba a casa con la familia.
Pasaron los años y, aunque España fue saliendo de la miseria, el jornal por llevar aquellas moles apenas subió. Cada vez era más difícil encontrar hombres dispuestos a trabajar en un trono y éstos se llenaban con menos personas. Con un número de hombres con los que hoy día las cofradías ni se plantearían asomarse a la calle, ellos eran capaces de hacer la mitad del recorrido. Hasta que reventaban una de las dos cosas: o los varales, o los hombres. Como en el poema cidiano, la audiencia imagina con melancolía qué clase de vasallos habrían sido aquellos hombres si hubieran tenido un buen señor.
Entonces a los hermanos de las cofradías se les ocurrió llenar los tronos con cofrades que, en vez de cobrar, pagaran por ello. Los tronos se aligeraron, el aluminio sustituyó a la madera y las baterías y compresores se eliminaron. El número de hombres que antes se consideraba suficiente, ahora se veía escaso y los varales se ampliaron hasta albergar cien personas más. Para justificar este cambio, la elitista y bien formada burguesía malagueña cogió la pluma, escribió artículos y libros y convirtieron a los pagaos en los perdedores de esta historia. Les llamaron mercenarios, les llamaron desertores y, como a las huestes del Cid, les condenaron al peor de los destierros: al del olvido.
A través de la voz de Enrique y algunos de sus compañeros supervivientes, sus hijos y los que se consideran sus herederos, quieren traerlos desde su destierro hasta la memoria. Muchos ya murieron y regresan como fantasmas que claman justicia. Otros ya no tienen salud o perdieron sus recuerdos y otros, simplemente, no saben expresarse como Enrique.
Ahora, aquellos anónimos perdedores podrán dar su versión de la historia. Una historia que, a nuestros oídos, resuena como el crujir de la madera y la pesada herrumbre. Una historia de tintes tan épicos como un cantar de gesta medieval.
La historia de estos hombres arrancó hace un siglo, cuando el tamaño de los tronos aumentó hasta el punto de que los elitistas hermanos de las cofradías (miembros de la burguesía malagueña), no tenían interés ni condición física para mover esas moles. Así tuvieron que recurrir, a su pesar, a los cargadores de los muelles, a los obreros de las fábricas y a los braceros del entorno rural.
Enrique se conserva en una forma excelente pero, como todos los hombres trabajados, aparenta algo más de la edad que tiene. Con una voz que suena a años de tabaco, cuenta historias que huelen a madera y a hierros viejos. Su historia cuenta como algunos de los tronos que aún se procesionan, se llevaban sobre vigas de ferrocarril, tenían dos varales menos y albergaban baterías para las luces (a algún trono ni siquiera le faltaba un compresor). Las fotografías también demuestran que se llevaban con unos cien hombres menos. A su audiencia, que escucha en silencio, ese esfuerzo sobrehumano le parece teñido de tintes tan épicos como el cantar de mío Cid.
Enrique habla con sus fuertes manos casi tanto como con su voz y, aunque es un conversador excelente, no emplea dos palabras cuando puede describir algo o alguien con sólo una. Para aquellos hombres, nada épico había en ese trabajo: había miseria. Una miseria que ellos dignificaban con su esfuerzo. Aquellos tronos se sacaban por unos duros, un paquete de tabaco y un bocadillo que iba, desde un simple huevo cocido, hasta mortadela y carne de membrillo. Algunas cofradías, las menos, incluían pastillas de chocolate, chicles y caramelos. Todo el lote (salvo el tabaco) iba a casa con la familia.
Pasaron los años y, aunque España fue saliendo de la miseria, el jornal por llevar aquellas moles apenas subió. Cada vez era más difícil encontrar hombres dispuestos a trabajar en un trono y éstos se llenaban con menos personas. Con un número de hombres con los que hoy día las cofradías ni se plantearían asomarse a la calle, ellos eran capaces de hacer la mitad del recorrido. Hasta que reventaban una de las dos cosas: o los varales, o los hombres. Como en el poema cidiano, la audiencia imagina con melancolía qué clase de vasallos habrían sido aquellos hombres si hubieran tenido un buen señor.
Entonces a los hermanos de las cofradías se les ocurrió llenar los tronos con cofrades que, en vez de cobrar, pagaran por ello. Los tronos se aligeraron, el aluminio sustituyó a la madera y las baterías y compresores se eliminaron. El número de hombres que antes se consideraba suficiente, ahora se veía escaso y los varales se ampliaron hasta albergar cien personas más. Para justificar este cambio, la elitista y bien formada burguesía malagueña cogió la pluma, escribió artículos y libros y convirtieron a los pagaos en los perdedores de esta historia. Les llamaron mercenarios, les llamaron desertores y, como a las huestes del Cid, les condenaron al peor de los destierros: al del olvido.
A través de la voz de Enrique y algunos de sus compañeros supervivientes, sus hijos y los que se consideran sus herederos, quieren traerlos desde su destierro hasta la memoria. Muchos ya murieron y regresan como fantasmas que claman justicia. Otros ya no tienen salud o perdieron sus recuerdos y otros, simplemente, no saben expresarse como Enrique.
Ahora, aquellos anónimos perdedores podrán dar su versión de la historia. Una historia que, a nuestros oídos, resuena como el crujir de la madera y la pesada herrumbre. Una historia de tintes tan épicos como un cantar de gesta medieval.