viernes, 29 de julio de 2011

Cuando Bach inventó el Jazz

Con respeto y cariño a M.L.P.G. 
Porque tanto la lógica matemática de las interpretaciones de Gould como su coqueteo entre manía y genialidad  me recuerdan a su carácter. Pero, sobre todo, porque una tarde de invierno lo encontré en calle Larios con elegante abrigo, gorra de paño y bufanda cual estampa viviente del irrepetible pianista canadiense.

Detalle de la estatua de Glenn Gould en Toronto

Como no pudimos conseguir al mejor, tuvimos que conformarnos con uno bueno”. De esta forma tan lacónica se quejaba en un informe escrito de 1723 uno de los miembros del concejo de Leipzig por no haber podido contratar a Georg Philipp Telemann para el puesto de director musical de la iglesia de Santo Tomás y tener que aceptar a Johann Sebastian Bach. La queja parece hoy día ridícula y fuera de lugar, ya que si bien Telemann ha pasado a la historia como un compositor importante, Bach lo ha hecho como un coloso.
Actualmente se acepta de forma unánime que con Bach comienza la música clásica tal y como hoy día la concebimos (Wagner llegó a decir que Bach era a la música lo que el sánscrito a las lenguas indoeuropeas modernas), hasta el punto de que su actividad (como la de Sócrates en la filosofía) marca un antes y un después. Sirva como ejemplo que los musicólogos llaman música antigua a la compuesta con anterioridad a la época del genio alemán. En descargo del concejil de Leipzig debemos reconocer que carecía de la perspectiva de casi tres siglos con la que hoy día podemos enjuiciar a ambas figuras.
Quien si gozó de reconocimiento e incluso se convirtió en una leyenda en vida fue Glenn Gould. El pianista canadiense, auténtico enfant terrible de la música, no dejó ni deja indiferente a nadie: o se le detesta o se le venera, pero todos reconocen (detractores y partidarios) que sus versiones del repertorio clásico son únicas e inconfundibles. Su grabación de las Variaciones Goldberg de Bach, lo catapultó a la fama en 1955. Nadie las había tocado antes (ni después) así.  
Hacía pocos años que el disco de larga duración había llegado al mercado y las compañías discográficas podían plantearse grabar en un solo vinilo de dos caras, obras que antes ocupaban varios discos. Aun así, había que tener un pianista que fuera capaz de volar literalmente sobre el teclado para embutir las Variaciones Goldberg en apenas cuarenta minutos. Pero Columbia tenía ese pianista: un joven canadiense de veintidós años escasos que podía tocar a una asombrosa velocidad sin sacrificar la precisión ni ensuciar la limpieza de la digitación dejando oír el más leve roce sobre las teclas vecinas. Para imprimirle un mayor atarctivo, aquel virtuosismo estaba aderezado con una heterododoxia técnica que horrorizaba a los puristas: sentado encorvado sobre un minúsculo taburete; con la cara entre las manos; la nariz sobre las teclas y sin dejar de canturrear (en todas sus grabaciones es audible de fondo el tarareo de Gould). 
Cuando el disco salió publicado hizo furor, hasta el punto de llegar a hablarse de las Variaciones “Gouldberg”. Su impacto entre los estudiantes de piano de todo el mundo fue contradictorio: para muchos fue el acicate definitivo que les animaba a seguir sus carreras al considerarlo un triunfo de la juventud sobre los encorsetados y tradicionales maestros de música. Para otros, sin embargo, fue motivo de honda frustración, (como narra magistralmente Thomas Bernhard en su magnífica novela El malogrado) al comprender que nadie podía alcanzar ese nivel. Hubo quien dejó la carrera, hubo quien regaló el piano e incluso hubo quien se permitió la frivolidad de tirarlo por la ventana.
Por otro lado al fin se le hacia justicia a la obra de Bach en su justa dimensión. Las Variaciones Goldberg fueron compuestas en 1741 y constan de un aria da capo e fine (una al principio y otra al final) rodeando treinta variaciones desarrolladas en torno a una misma armonía. No sólo nadie había resaltado hasta ese momento la riqueza tímbrica de la partitura como lo hizo Gould, sino que incluso destacaba la modernidad del derroche de imaginación melódica del genio alemán en claro paralelismo con el jazz contemporáneo. Además de hacer que las Variaciones fueran tan suyas como de Bach imprimiendo su particular sello, Gould destacaba la fuerza rítmica de la partitura demostrando que habían tenido que pasar trescientos años para que el bebop de los Charlie Parker y Dizzy Gillespie o incluso el cool de Miles Davis lograran igualar ese derroche de imaginación melódica en torno a un único tema musical.
Gould, impredecible para todo, dejó de tocar en público en 1964 con tan solo treinta y un años. Consideraba que el ambiente de los conciertos estaba enrarecido por el elitismo y un repertorio estancado. Durante el resto de su carrera se refugió, literalmente, en el estudio de grabación (“Para mí, la felicidad es pasar 250 días al año grabando”, llegó a decir). En su opinión este era un modo más “democrático”  de relacionarse con el público al permitir llegar a un mayor número de oyentes (y de mayor espectro social) que la sala de conciertos.
Murió en 1982 de un infarto cerebral con tan sólo cincuenta años de edad. Aunque apócrifa, es hermosa la leyenda de que cayó de bruces sobre el teclado del piano mientras su magnetófono registraba la obra de un coloso llamado Bach.

Nota: Esta versión de "Las variaciones" no es la mítica de 1955, sino una grabada como película en 1981. He preferido colgar esta porque el excepcional documento audiovisual permite contemplar la puesta en escena de Gould así como su heterodoxa técnica. Gould sin trampa ni cartón. Que aproveche.