viernes, 31 de diciembre de 2010

Teseo en el laberinto

La taurocatapsia (salto del toro). Palacio de Cnosos (Creta) 1600-1480 a.C.
España es un lugar muy dado a alinearse en extremos opuestos e irreconciliables: moros y cristianos; liberales y absolutistas; fachas y rojos; Madrid-Barça; o Joselito y Belmonte. Precisamente este último ejemplo viene a colación con una de las últimas cruzadas que divide a este país en "buenos" o "malos", ignorando la gran cantidad de matices y opiniones existentes entre el blanco y el negro. Nos referimos al debate en torno a la conocida como fiesta de los toros.
La tauromaquia (o taurocatapsia) aparece por primera vez documentada por la cultura minoica de la isla de Creta (primera civilización europea) en el II milenio antes de nuestra era y parece estar relacionada con el culto solar. La vaca (probablemente porque su cornamenta recuerda a la luna en cuarto y su piel moteada a la superficie lunar) es un animal consagrado a la luna en todas las religiones antiguas del Mediterráneo, por lo tanto no es de extrañar que su astro compañero de la mañana fuera identificado con el toro. Se sabe que el emperador Claudio (ya en el siglo I d.C.) instituyó en Hispania la tauromaquia dentro de los espectáculos de fieras, lo que no sabemos es si ésa fue su introducción o si se basó, como más bien parece, en tradiciones autóctonas, tal y como atestiguan los numerosos ejemplos de culto al toro en los pueblos prerromanos de la Península Ibérica.
Los abolicionistas obvian cualquier valor histórico, cultural o antropológico en la fiesta de los toros o lo supeditan, legítimamente, al sufrimiento de un animal. En este sentido es ciertamente demagógica la postura de ciertos aficionados taurinos que niegan ese sufrimiento aduciendo como prueba el hecho de que el toro, en vez de huir, acuda una y otra vez al lugar del castigo. El toro bravo es el resultado de un proceso de selección humana (de como mínimo cinco siglos) en el que se ha buscado precisamente eso: un animal que embista, ataque y se defienda hasta su último aliento. Pero la “demonización” extrema de la fiesta de los toros basándose en argumentos conservacionistas o ecológicos guarda enormes contradicciones: En primer lugar, no resuelve qué ocurriría con la supervivencia de una especie creada únicamente para una actividad cuya abolición se propone. En segundo lugar, la cría del toro bravo se desarrolla en un marco tan singular como la dehesa y gracias a ello ayuda a sostener y proteger un ecosistema tan diverso y amenazado como el bosque mediterráneo. Es, en ese y otros sentidos, un modelo ejemplar de ganadería ecológica.
Junto a los envites externos al mundo taurino, más valdría a sus defensores protegerse de los enemigos internos que empañan su imagen. La tauromaquia aspira a ser una lucha de igual a igual en la que el humano sólo cuenta con su habilidad manejando un pedazo de tela para defenderse de la bestia, mientras que algunos ganaderos, empresarios y (por qué no decirlo) toreros, ávidos de hacer caja con la complicidad voluntaria o involuntaria de un público (salvo en contadas plazas) poco exigente y en exceso festivo, convierten esas corridas de toros descastados y de escaso trapío en un auténtico paripé. Por otro lado a través de la legalidad de la fiesta de los toros se cuelan prácticas aberrantes que todo buen aficionado taurino debería rechazar. Valgan como vergonzantes ejemplos el acoso a los animales desde vehículos motorizados; persecuciones en masa cuya única finalidad es el maltrato y muerte de un animal indefenso… todo ello desvirtuando esa lucha singular e individual que debe ser la tauromaquia.
Hay un aspecto que rara vez se debate y es, por su subjetividad, uno de los más difíciles de salvar: me refiero a la estética. El aficionado a los toros debe admitir que una corrida puede ser un espectáculo violento y desagradable para muchas sensibilidades. De igual forma, los detractores deberían reconocer que muchas personas perciben (percibimos) pinceladas de arte, en ese bizarro artificio de enfrentarse desarmado a un animal admirable mientras se dibujan efímeras e invisibles composiciones en el aire.
Volviendo a la idea inicial, me temo que ningún bando atienda o reconozca algún argumento del otro que podrían llevar a (¡horror!) encontrar posturas comunes. Mientras tanto cualquier propuesta de debate sólo será un enmarañado hilo de Ariadna inútil para encontrar la salida al laberinto.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Donde los limones florecen

Wo die Citronen blüh’n (“Donde los limones florecen”), de Johan Strauss “hijo”, es un vals que homenajea a la cálida Europa meridional. A ese Mediterráneo al que la aristocracia austro-húngara escapaba huyendo de los rigores del clima centro europeo. Y es que, el origen de los Habsburgo vieneses era aún más español que el de sus primos de la Península, probablemente esa nostalgia por España sea la causa de la demanda de valses de temática española como Rosen aus dem Süden (“Rosas del sur”) o la aún más obvia Spanichermarsch.
Cuando el emperador Carlos V, asqueado por su propia política europea, abdicó retirándose a Yuste rodeándose de cocineros y cerveceros flamencos, repartió sus dominios entre su hermano Fernando y su taciturno hijo Felipe. A Fernando, que a diferencia de Carlos había crecido en España y era considerado “el más español” de la familia, le cedió sorprendentemente la corona austríaca. Lo primero que hizo el hombre cuando se instaló en Viena fue rodearse de corte, amigos e incluso tropas procedentes de España.
La primera vez que el Danubio azul se tiñó de rojo fue tras romper el sitio de Viena, asediada por las tropas turcas. Cuando las noticias de la cercanía de los invencibles turcos llegaron a Viena, la mayoría de la población de la ciudad, soldados del ejército austríaco incluidos, huyó presa del pánico hacia el interior del país. Como los soldados españoles de Fernando (hombres procedentes en su mayoría de las tierras de Castilla) estaban bien lejos de su hogar y tampoco tenían a donde huir, decidieron salir de las murallas y enfrentarse al invasor. La vergüenza nacional hizo que este episodio de la historia austríaca fuera silenciado hasta el punto de ser prácticamente desconocido en nuestros días.
También fueron los españoles los responsables de teñir por segunda vez de rojo el Danubio azul, aunque esta vez no fue a fuerza de sangre, sino de buen fútbol. La selección española se coronó campeona de Europa en el Prater vienés jugando un fútbol a ritmo de vals. En una ocasión vi un montaje televisivo en el que el famoso vals de Strauss servía de música de fondo, como a la danza de naves de Kubrick en 2001, a las vueltas espirales de Xavi, las diagonales de Iniesta, los imposibles vuelos de Casillas y los cambios de ritmo de Torres. Aquel 29 de junio de 2008, concluía un largo historial de derrotas y fracasos y comenzaba una nueva página en la historia de la selección.
Han pasado cincuenta años desde que Luís Suárez ganara el balón de oro y “sólo” hemos tenido que ganar una Eurocopa y un Campeonato Mundial para que un jugador español vuelva a ser reconocido por el mundo del fútbol. Aunque para muchos de nosotros ya lo era desde hace años, el guante de oro concede oficialmente a Casillas el título de mejor portero del planeta, mientras que ya parece un secreto a voces que el balón de oro será al fin para un español. O bien Xavi, o bien Iniesta, levantarán el preciado trofeo que los nombre mejor jugador del 2010. A mi, particularmente, me gustaría más que fuese Xavi. No sólo como premio a su historial ni a toda su carrera, no sólo por su clarividencia a la hora de leer el juego sobre el campo, su polivalencia, su llegada al área o su definición cara al gol. Tal vez lo que más admire de Xavi, es que un hombre de tan sólo 1'70 y con un físico aparentemente limitado para bregar en una zona del campo que habitualmente se llena de medios-centro “perros de presa”, hizo de la necesidad virtud para hacer que todas esas características dobleguen a jugadores con mucho más músculo y potencia. Dicho esto, tampoco protestaría porque se lo dieran a Iniesta, el hombre que con su gol cumplió los sueños futbolísticos de generaciones de españoles.
El fútbol mundial reconoce al fin a los nuestros y muchos españoles se frotan los ojos incrédulos, pero si alguien podía hacerlo eran ellos: los chicos que consiguieron el prodigio de que un 11 de julio de 2010, en plena noche del invierno austral africano, los limones volvieran a florecer.