sábado, 22 de mayo de 2010

Francisco Ibáñez, creador de lenguaje gráfico

Siempre me ha encantado la palabra tebeo. Es corta, sonora, pertenece a nuestra cultura y posee una suerte de fuerza pictográfica igual a aquello que describe. A partir de los ochenta, por influencia de la cultura americana, comenzó a imponerse, no sin cierto esnobismo, la palabra cómic. A tebeo comenzó a achacársele un halo peyorativo. Los cosmopolitas sofisticados leían cómics y los tebeos eran cosas de provincianos infantiles. Ignorando, por supuesto, que la palabra cómic no es más que una forma hipocorística del inglés comical (que precisamente representa eso mismo que querían denostar en tebeo).
En los últimos años se ha dado una vuelta de tuerca más. El cómic es demasiado adolescente para todos aquellos con pretensiones artísticas. Está cargado en exceso de superhéroes en mallas y su única aspiración es ser adaptado al cine. Ahora las personas serias hacen y leen "novelas gráficas". De tebeos, ni hablamos.
Yo pertenezco a una generación que prácticamente aprendió a leer con los tebeos. Zipi y Zape, (de Escobar), Anacleto (de Vázquez) o sir Tim O' Theo (de Raf), eran tan familiares y cotidianos para los niños de nuestra época como ahora puedan serlo los participantes de cualquier infame "reality show". Pero por encima de todos estaban Mortadelo y Filemón, de Ibáñez.
Francisco Ibáñez (creador no sólo de los agentes dela T.I.A. sino también de Pepe Gotera y Otilio, 13 rue del Percebe, Rompetechos, Tete Cohete y un largo etcétera), fue el primer autor al que yo admiré antes de siquiera saber que Bach, Robert Graves o Billy Wilder existían. Bajo su todopoderosa influencia mi hermano, mi vecino Joaqui y yo realizábamos una "revista" con nuestros propios personajes e historietas llamada Camorra. Venerábamos tanto a Ibáñez y lo veíamos tan genial, que nuestra lógica infantil no entendía por qué ningún medio de comunicación le diera importancia ni cobertura a su labor creativa. Ahora lo entiendo aún menos.
Ibáñez, en uno de sus clásicos rasgos de ironía hipercorrosiva, fomentaba esa idea en nuestro imaginario al caricaturizarse en sus propias viñetas como una caprichosa prima donna enriquecida gracias al éxito de sus creaciones. Años después supimos que, como todos los dibujantes de la editorial Bruguera, trabajaba en condiciones casi serviles y ni siquiera era propietario de los derechos intelectuales de sus creaciones. Y a pesar de su citado currículum creativo y de vivir en un país donde cualquier pelagatos cuyo trabajo se pueda relacionar vagamente con la música, el cine o la literatura no duda en calificarse de "artista", jamás se dio bombo ni hizo ningún brindis cara a la galería en ninguna de sus historietas. Es más, haciendo gala de su modestia y su sentido del humor, era el primero en parodiar su condición creativa con modesto humor (como en estas viñetas de "Soborno").

Pero en este arículo no sólo quiero reivindicar a Francisco Ibáñez como autor, sino también como creador. De la palabra en cuestión dice literalmente el diccionario de la RAE: que crea, establece o funda algo. (Poeta, artista, ingeniero creador). También incluimos en esta definición a quienes innovan o explotan por primera vez recursos narrativos propios de su parcela artística.
El tebeo está a medio camino entre la pintura y la literatura. Pero, a diferencia de la propia literatura, pintura o cualquier otra manifestación creativa, casi nadie le otorga la categoría de arte. Un caso similar durante muchos años (aunque no tan marginado) ha sido el cine. El cine es arte pero "con la boca pequeña". Muchos de los que afirman reconocerle la categoría de arte serían los primeros en rasgarse las vestiduras si ponemos a Ford, Bergman o Truffaut a una altura similar a la de Saul Bellow, Sartre o Arthur Miller (por citar algunos ejemplos contemporáneos). De tebeos, por supuesto, ni hablamos.
El rasgo que más identifica al tebeo y condiciona su lenguaje es el uso de viñetas. Cada escena se enmarca en uno de esos cuadraditos que vienen a ser el equivalente al plano en el cine. Ibáñez dio un paso más como creador al darle utilidad narrativa al espacio entre viñetas:
Ibáñez jamás nos dice como Mortadelo cambia de disfraz (¿es un poder de mutación que posee Mortadelo? ¿o se trata de un caso de supervelocidad para cambiarse de ropa?) porque ese proceso lo realiza el personaje durante el cambio de viñeta, dejándolo así a la interpretación del lector.
Incluso el propio Fesser optó inteligentemente (en su por otra parte vulgar, soez y escatológica adaptación cinematográfica) por no mostrar jamás ante la cámara como Mortadelo cambia de disfraz para no traicionar la ambigüedad que permite el lenguaje narrativo propio del tebeo. La genialidad es a veces tan sencilla como la modesta línea que separa una viñeta de su vecina. Así es Ibáñez, modesto y genial.
El artista, y por extensión el arte que representa, no se toma muchas veces en serio hasta recibir un reconocimento público oficial en forma de respetable galardón. Muchos pensamos que, por ejemplo, el fallecido Hugo Pratt, merece figurar en el ámbito del tebeo a la altura que sus admirados Jack London o Saint Exupery en la literatura, pero ya nunca nadie podrá premiarle.
Desde aquí reivindico a Francisco Ibáñez como un merecido candidato al premio Príncipe de Asturias de las artes. ¿Por qué no? Ya se lo dieron a Woody Allen y también supuso un reconocimiento al cine. A no ser que consideremos que hacer feliz a varias generaciones de lectores tenga menos méritos que los realizados por Obama para conseguir el Nobel.
Hace pocos años me encontré frente a frente con Ibáñez en una firma de tebeos. Un momento que había soñado desde niño. Como tal me acerqué a él de forma tímida y temblorosa para balbucearle su influencia en aquella temprana vocación y le hablé de "Camorra". ¡Entonces somos colegas! exclamó, y con esas mismas palabras me dedicó un dibujo. Lo guardo como oro en paño, maestro.

lunes, 17 de mayo de 2010

Perdóneme, abuelo, porque he pecado

El profeta Zacarías, por Miguel Ángel, en la bóveda de la capilla Sixtina.
Ese día todos los profetas se avergonzarán de su misión y ninguno vestirá su manto para predicar.
Y cada uno dirá. “No soy profeta; sino agricultor. La tierra siempre fue mi ocupación”.
Zacarías 13, 4-5.

Con ese mismo espíritu me dirigía yo al estadio de la Rosaleda. Sin vestir, por primera vez en toda la temporada, la camiseta del Málaga. La falta de fe en la permanencia y la vergüenza ante una más que previsible goleada del Madrid me habían dejado en casa las ganas de lucir los colores albicelestes. Mi intención no era otra que la de confundirme entre las filas de pueblerinos (en el buen sentido de habitantes de pueblo) que acuden en masa a la Rosaleda cada vez que juegan el Barcelona o el Madrid.
Una semana antes mi fe y dignidad malaguista habían tocado fondo y para que se cumpliera otra de las profecías del propio Zacarías (esa que los evangelistas adjudican al Iscariote), había puesto en venta mi abono con la idea de, al menos, sacar algún provecho de la nefasta temporada de juego y resultados con la que había malgastado mi dinero.

“Si os parece bien tasad mi precio, si no, dejadlo”.
Ellos tasaron mi precio en treinta siclos.
Zacarías 11, 12.

Pero el destino y el Dios del fútbol me tenían guardada una lección que no podría olvidar y no consintieron que el abono se vendiera. Así que allí estaba yo. Sentado a desgana en la grada. Tragando sapos y culebras. Asistiendo a lo que no quería asistir: el descenso del Málaga y (¡horror!), lo que podía ser peor por el insoportable contraste; ver al madridismo celebrar un título en la Rosaleda.
Ya el temprano gol me hizo olvidar la temporada, los sapos y culebras y hasta las treinta monedas de plata. Yo adoro la música, el cine y la literatura, pero ni Wagner, John Ford o Borges pueden trasmitir la eléctrica descarga de adrenalina que nos hace vivir este espectáculo real al que llamamos fútbol.
A falta de cinco minutos, si el resultado se mantenía, el destino del Málaga dependía de que el Tenerife no ganara en Valencia. Todo el estadio tenía los ojos en la Rosaleda y los oídos en Mestalla y desde allí, se cantó un gol…
Para demostrar que se cumplía un destino escrito con letras de profecía bíblica, quiso el Dios del fútbol que fuera Alexis, uno de los muchos malaguistas exiliados en busca de un futuro mejor, quien marcara el gol que daba la victoria al Valencia y confirmaba al Málaga en primera.
Yo lloraba en mi asiento como un niño con la cabeza entre los brazos mientras mi hermano se abrazaba eufórico con un montón de desconocidos. Porque el fútbol tiene esas cosas: la comedia, el drama, la realidad en definitiva que transmite, es auténtica. El fútbol se vive como la vida misma.
A pesar de que ambos reaccionamos de forma antagónica ninguno de los dos pudo evitar acordarse inmediatamente de ti. De tu malaguismo irreductible; de que siempre mantenías una fe inquebrantable en este equipo. Y de que el Málaga, como cumpliendo una señal profética que nos habías dejado y no supimos interpretar, había regresado a primera un 30 de junio de 2000. El día que, como signo de fe en su resurrección, se cumplía un año de tu muerte. Perdóname, abuelo. He pecado contra el malaguismo y contra ti.
Qué lejos quedaba Canaletas. Qué lejos las obligaciones de esos equipos grandes, tan acostumbrados a ganar, que ya en agosto ningún barcelonista recordará esta Liga. En cambio, aquí, en Málaga, ninguno de los que asistió el 16 de mayo a la Rosaleda, olvidará este día.
Hoy Málaga amaneció teñida de blanquiazul. Niños y no tan niños pasean por las calles orgullosos de sus camisetas. La ciudad huele a fútbol. A fútbol de primera.
Gracias por enseñarme a amar un equipo modesto.


sábado, 8 de mayo de 2010

El adiós de Mahler

Gustav Klimt "El árbol de la vida" (detalle)
Críticos, músicos e historiadores parecen de acuerdo en que el germen de la música moderna se gestó el 10 de junio de 1865, fecha del estreno de la ópera Tristán e Isolda de Richard Wagner. En aquella partitura, por primera vez en la historia de la música clásica, el cromatismo musical igualaba en importancia a la tonalidad y, desde su famoso primer acorde, aparecían notas caracterizadas por la inestabilidad armónica.
En las décadas que separan esa fecha del inicio del siglo XX, compositores como Debussy, Janaček, Richard Strauss o Ravel, se adentraron por el camino iniciado en el Tristán, coqueteando con la liberación de las formas tonales, pero ninguno se atrevió a romper las barreras de la armonía. Gustav Mahler, hombre a caballo entre una gran variedad de contradicciones (romanticismo y modernidad; Europa y América; judaísmo y cristianismo; decadencia y renovación) fue, tal vez por todas estos conflictos, quien llegó un poco más lejos.
En 1907 Mahler comenzó la que, siguiendo la numeración convencional, debería haber sido su Novena sinfonía, pero a todas las contradicciones anteriormente expuestas hay que añadir que Mahler era profundamente supersticioso. Todos los músicos del ámbito cultural germano que habían dado protagonismo a la sinfonía, comenzando por el propio Beethoven y pasando por Schubert y Bruckner, habían sido incapaces de sobrevivir a la composición de más de nueve sinfonías. Amparándose en la intervención de la voz (algo que ya aparecía en otras de sus sinfonías precedentes como las 2ª, 3ª, 4ª y 8ª), Mahler trató de sortear esa “maldición” bautizándola como Das Lied von der Erde (“La canción de la Tierra”).
En 1909 termina una nueva sinfonía. Sin presencia de la voz y con la clásica estructura en cuatro movimientos. Ya no hay forma esquivar al destino y Mahler no tiene más remedio que numerarla con el 9. Los malos presagios de Mahler se habían hecho realidad en el ínterin entre ambas composiciones, ya que, tras varios episodios de arritmia, le había sido diagnosticada una irreversible y avanzada enfermedad coronaria. Mahler sabe que va a morir más pronto que tarde y que, a pesar de sus ardides para esquivar al destino, la Novena va a ser su última creación.
Toda la obra, pero en especial su cuarto y último movimiento, es planteado como un adiós a la vida. Pero no es una despedida testamentaria y resignada, sino la protesta de alguien que se rebela contra un final injusto; de quien ama profundamente la vida, se considera joven para morir (efectivamente no tenía ni 50 años) y piensa en todo lo que aún le podría deparar en el plano artístico (Mahler nunca se consideró suficientemente comprendido ni valorado) y personal. En este último aspecto juega un papel clave el intenso amor que profesaba hacia su mujer, un amor que en cierto modo le acomplejaba (Alma era casi veinte años más joven que él) y le hacía sentirse inseguro al pensar en el entorno personal de su esposa.
A lo largo del cuarto movimiento, como si de un sueño recurrente se tratase, va erigiéndose como protagonista de la música una obsesiva melodía de forma cíclica y esquema espiral que recuerda a esos sinuosos arabescos que decoran los fondos de muchos de los cuadros de su compatriota y contemporáneo Gustav Klimt. Esa hipnótica y febril melodía no es otra cosa que la agónica lucha de Mahler contra la muerte. A mitad el cuarto movimiento hay un breve instante de paz espiritual (Bernstein, el mayor mahleriano de todos los tiempos, lo calificó de momento zen) en la que el compositor, a través de la música, parece aceptar la muerte (no por casualidad cobran protagonismo los clásicos instrumentos de viento-madera de las capillas musicales para difuntos), pero en seguida Mahler vuelve a rechazar la idea e irrumpe con violencia el tema principal. Finalmente su fuerza irá decayendo y la sinfonía concluye con la música fundiéndose lentamente en el silencio (igual que la vida se acaba fundiendo con la muerte). Mahler, finalmente, parece afrontar su destino en paz.
El 18 de mayo de 1911, tras varios días de agotadora lucha entre sueño y vigilia, Mahler hace un esfuerzo agónico para pronunciar la palabra “Mozart”. Probablemente, por asociación de ideas, recordaba en el momento de se muerte al genio salzburgués. Fueron, efectivamente, sus últimas palabras.
El otro adiós de Mahler es a la propia forma sinfónica (de quien el se sabía último representante) e incluso a la tonalidad. En el Adagio de la Novena, Mahler lleva la melodía hasta el mismo umbral de la tonalidad. La partitura de la Novena sinfonía está recorrida por disonancias, por acordes cuya tensión no parece resolverse. Sólo hacía falta un tímido empujón para que la música traspasara la puerta. No por casualidad sería un discípulo de Mahler, el brillante Arnold Schoenberg, quien atravesara esa puerta, pero no tímidamente, sino haciéndola saltar por los aires. La música ya no volvería a ser la misma.




Para aquellos que han decidido dedicar 25 escasos minutos de su vida a la audición del Adagio de la novena sinfonía de Mahler dejo estas sencillas recomendaciones:
Procura hacerlo con un equipo de sonido que garantice un mínimo de calidad (abstenerse de los altavoces del PC).
Sírvete tu copa preferida y ponte lo más cómodo y relajado posible.
Elige una hora en la que puedas aislarte del mundo, teléfono móvil incluido, durante estos escasos 25 minutos.
Libérate de prejuicios y… Disfruta.

sábado, 1 de mayo de 2010

"Madrilismo"

No. No es una errata ni una falta de ortografía. Tengo muchos amigos madridistas (por cuya afición siento un gran respeto), amantes del fútbol y que ejercen de forma totalmente legítima y razonable su antibarcelonismo (en el fútbol, así como en la vida, ciertas filias llevan emparejadas ciertas fobias de forma totalmente indisoluble). No, el madrilismo es otra cosa.
El madrilista (como a ellos mismos se les escucha decir) es ese forofo que en realidad no es aficionado al fútbol, sino simplemente al Madrid. O, mejor dicho, a que el Madrid gane siempre. Para el madrilista poseer 81 Ligas y 53 Copas de Europa (es decir, todas), se aproximaría bastante al mundo feliz de Huxley. Es más, si el Madrid ganara a partir de ahora todas las competiciones por incomparecencia del rival, el madrilista ni siquiera advertiría que el fútbol ha dejado de existir. Cierto es que todos los equipos poseen “aficionados” de ese perfil, pero un equipo con el palmarés del Madrid (ciertamente el club más laureado del mundo) es más proclive a atraer a esta suerte de personajes.
¿Quién es éste que ni siquiera jugó en el Madrid?
De las 23 ligas disputadas entre 1967 y 1990 (etapa de Plaza al frente del comité de árbitros), el Madrid ganó trece, el Atlético tres, Athletic, Real Sociedad y Barcelona dos cada uno y el Valencia una. Ante esta exegerada desproporción los madrilistas siempre han argumentado que su equipo (que ya no era aquel mítico de los Di Stefano, Gento y cía.) era simplemente mejor. Villar (ejemplo de tipo inepto hasta la repulsión) llegó a la presidencia de la Federación en 1989. Desde entonces el Barcelona ha ganado nueve, el Madrid seis, el Valencia dos y Atlético y Deportivo (a quien el madrilismo tampoco perdona el centenariazo del 2002) una cada uno. El madrilismo, incapaz de soportar que la desproporción de su ventaja haya desaparecido, ha bautizado a este fenómeno de competencia futbolística como “villarato”. Para más inri, el palabro y concepto en cuestión no es invento de un ultra descerebrado, sino de un profesional del periodismo, personas de las que cabría esperar un mayor rigor, análisis y mesura. Pero ¿qué podemos pedir de la prensa deportiva de un país que (a diferencia de Italia, por extraño que pueda parecer) lleva años instalada en el forofismo? (As. Marca, Mundo Deportivo o Sport parecen escritos por los fondos de las respectivas gradas en vez de por una línea editorial coherente).
La semana que el Málaga debía visitar el Bernabéu la prensa madrilista se encargó de preparar bien el ambiente: ¡Nos visita el equipo más tarjeteado de la Liga! ¡Proteged a Ronaldo del juego duro! Llegado el partido fue el portugués quien partió las narices de Mtiliga de un codazo. Durante la siguiente semana esos mismos medios se dedicaron a rebatir que aquello fuese una agresión. Si hubiera sido al revés se hubiera exigido que el defensa malaguista fuera juzgado en un tribunal de Texas.
Hasta mi admirado Santiago Segurola (que jamás ocultó su simpatía por el Madrid), otrora uno de los periodistas más analíticos y rigurosos de este país, se enroló, para mi asombro, en absurdas cruzadas madrilistas. Buen ejemplo de ello es su defensa a capa y espada del reconocimiento por parte de todo el planeta fútbol hacia ese genio incomprendido del balón llamado Guti, el currorromero del balompié (con perdón por el maestro de Camas). Un tipo que es capaz de vivir toda una temporada de las rentas de un partido contra el Valladolid, Racing o Getafe y al que jamás se le ha visto ser desequilibrante en una final europea o un clásico de la Liga. Segurola dedicó la temporada 2005/2006 a exponer cuan imprescindible era (como luego “se demostró”) la presencia de Guti en la Eurocopa. Ese mismo Guti que, tras ser derrotado por el Alcorcón, se negó a intercambiar su camiseta con la de un ilusionado rival que se atrevió a pedírsela, quien sabe si para su hijo o incluso para él mismo. Todo un gesto de grandeza madrilista.
Y es que, amigos míos, el madrilista no disfruta ni admira a los buenos jugadores de fútbol: sólo son buenos los jugadores del Madrid o aquellos cuyo fichaje es inminente. Antes de que se den cualquiera de esas dos situaciones los pobres futbolistas viven ninguneados en la indiferencia: Alkorta en los noventa o Canales en la actualidad, son sólo dos de los muchos ejemplos de jugadores que pasaron de no existir (mientras jugaban en el Athletic y Racing, respectivamente) a ser figuras de la Liga española en cuanto se supo del interés de la “Casa Blanca”. Ni siquiera incontestables del fútbol como Luis Figo o incluso Zinedine Zidane, eran nadie para los madrilistas antes de recalar en su equipo. En cambio pobres tipos como Pelé, George Best, Maradona o Marco van Basten nunca tuvieron la suerte de que el Madrid se fijara en ellos. Una lástima.
El madrilismo, como en mi caso, es mucho más responsable de las conversiones al antimadridismo que la propia afición al Barcelona. Como casi todo seguidor de un equipo modesto he soportado toda mi vida todo tipo de burlas de aficionados de equipos "grandes". Los peores y más hirientes insultos siempre han sido lanzados por madrilistas. Una tarde de 1989 ya no pude soportarlo más y pedí con toda mi alma que algún equipo “me vengara”. Pocos días después el Milan de Sacchi, Baresi, Donadoni y los holandeses le endosaba aquel histórico 5-0 al Madrid. Aquella fue la primera vez de mi vida que había deseado que el Madrid perdiera. Ya no fue la última.
¡Verán qué simpático les parece de aquí a unos meses!
De los grandes clubes de Europa el Madrid es el único que, gracias al madrilismo, ha perdido sus señas de identidad estéticas futbolísticas. A la Juve siempre le ha gustado el cicatero 1-0. Al Ajax, jugar con extremos. Al Manchester, el fútbol directo y vertical. Al Barcelona, la creación en el centro del campo. Al Bayern, la generosidad física. Al Milan, una agresividad narcisista. Desde que yo tengo uso de la memoria futbolística, el Madrid siempre apostó por un fútbol vistoso y coqueto (algo momentáneamente recuperado durante la etapa de Del Bosque, Zidane y Redondo, quien marcó aquel admirable gol en Old Trafford), pero a mediado de los 90 las gradas y medios madrilistas se juramentaron para que su gusto cambiara (siempre y cuando se ganase), dependiendo de donde soplaran los vientos del entrenador de turno: con Valdano, todos se enamoraron de la elaborada parsimonia del fútbol latinoamericano, esos mismos que con Capello se declararon admiradores de la disciplinada efectividad del calcio. Vaya de antemano que Mourinho es un hombre que nunca me ha caído mal (aunque tampoco me parece un ejemplo de simpatía, para que nos vamos a engañar) pero ya veréis como la misma gente que puso en la picota a Clemente por chulo y maleducado justificará el carácter del portugués (¡pero si con Schuster disculparon los desplantes a “Goyo” Manzano y hasta rieron los cortes de manga al banquillo del Athletic!).
Un conocido mío, durante años vinculado a las categorías infantiles y juveniles del Málaga y del CD Puerto Malagueño (para más señas madridista, que no madrilista), me contó la siguiente anécdota: Con motivo de recaudar fondos para una causa benéfica, el Puerto Malagueño consiguió la implicación de una categoría inferior del Real Madrid en un partido amistoso. El estadio Segalerva se llenó de muchos aficionados al fútbol, expectantes por ver algunas de las futuras estrellas de la Liga española. Dirigía aquel equipo un joven y prometedor entrenador que, años después, se convertiría en uno de los técnicos más cotizados de Europa.
A falta de pocos minutos para el final, cuando el Madrid ganaba por un gol de diferencia, el árbitro pitó un penalti a favor de los locales. El joven y prometedor entrenador, indignado por una decisión que el consideraba totalmente injusta, ordenó a sus pupilos la retirada a los vestuarios a modo de protesta. Aunque en el rostro de algunos chavales se leía el deseo de competir hasta el final, todos obedecieron sin rechistar.
En el equipo contrario el ambiente era aún más desolador ¿qué niño no habrá soñado con poder derrotar a uno de los grandes? Un pobre entrenador de equipo modesto, pensando en que sus chicos pudieran mantener el sueño hasta el final, se atrevió a entrometerse en el vestuario madridista de forma humilde y reverente para proponer, a espaldas del árbitro, el siguiente arreglo: estaban dispuestos a marrar el penalti e intentar empatar el partido por otros medios en el tiempo que restaba.
Los dos equipos regresaron a la tierra (Segalerva no tiene césped) y, para que un joven y prometedor entrenador durmiera tranquilo aquella noche, un niño se tragó el orgullo con su saliva, se secó las lágrimas, y lanzó el penalti al banderín de corner. Muchos habrán intuido el desenlace de esta historia: el marcador se mantuvo inmóvil hasta el pitido final.
Aquella fue una jornada gloriosa para el madrilismo.

Cuando juegue en el Madrid será hasta guapo